Autor: Ángel Sulub
En abril de este año Cancún celebra su 50 aniversario y lo hace en medio de una pandemia. El gobierno estatal y municipal anunciaron previamente más de 200 actividades de celebración de lo que aseguran es un ejemplo de modelo de desarrollo económico, social y urbano. A la par con el sector privado alistaban el festejo del destino turístico caribeño. Al mismo tiempo, muchas voces se levantaron para exigir un alto a los feminicidios en Cancún y la Riviera Maya, para denunciar las ejecuciones, el cobro de derecho de piso, el incremento de la criminalidad, la inseguridad, la precarización de los trabajos, la trata de personas, el narcotráfico y las miserables condiciones de vida de la población. Los ambientalistas denunciaron una vez más la gravedad de la contaminación del manto freático, los mares y arrecifes, la pérdida de manglares y de selvas, y la grave situación de los tiraderos a cielo abierto a falta de un adecuado manejo de los residuos sólidos; todo lo que cotidianamente vive la ciudad que celebra su modelo exitoso de desarrollo. Esas voces que no tienen eco, hablan de la vida de los invisibles, las personas indígenas en una ciudad que glorifica el pasado prehispánico y desprecia, humilla y asesina su presente.
El SARS CoV-2 COVID-19 puso la corona a su majestad Cancún. En el mes de su celebración la economía del polo turístico está paralizada con el desplome de la ocupación hotelera que a inicios del mes de abril reportaba el 6%, lo que representó para miles de empleados la pérdida de sus trabajos, que de acuerdo al Instituto Mexicano de Seguro Social (IMSS) al finalizar el mes de marzo fueron más de 57 mil los despidos en Quintana Roo la mayoría en Cancún y Playa del Carmen. Miles de trabajadores viven no solo el temor al contagio del virus, sino la incertidumbre laboral ante un panorama de emergencia sanitaria que se ha convertido en crisis económica para el sector turístico.
De vuelta a sus pueblos, miles de jóvenes mayas, mujeres y hombres, enfrentan una realidad compleja: un vínculo roto con su identidad y la necesidad económica, para solventar los gastos mínimos de una familia, que se agravará con la recesión económica mundial en puerta. Cada vez hay menos tierra, son cientos de miles las hectáreas que actualmente están en manos de empresas de energía eólica o fotovoltaica, otras dedicadas a la agroindustria para el cultivo de soya, sorgo y arroz, otras que las mercantilizan para el crecimiento de la industria turística e inmobiliaria, que si bien ya ha arrebatado miles de hectáreas para complejos turísticos y habitacionales se potencializa en torno al proyecto Tren Maya.
La pandemia nos enfrenta a la reflexión de lo que somos como pueblo y de lo que hemos olvidado. Sobre todo nos enfrenta a lo que queremos para la comunidad después de esta crisis. El colapso de la economía basada en el turismo nos demuestra lo que a ojos de muchos es claro: la insostenibilidad del sistema capitalista que enajena e individualiza a la población, impone un modo de vida competitivo, y desarraiga y elimina el sentido de vida comunal.
Ha llegado el tiempo de volver la mirada a la milpa, de dialogar con los abuelos y las abuelas y de tejer nuevamente ese vínculo comunitario muchas veces roto desde la infancia por el sistema educativo del Estado que con sus modalidades indigenistas apostaron por la asimilación de la diversidad cultural para la conversión del indio al mestizo mexicano. Llegó el momento de valorar la ruralidad y reconocer que hay alternativas de vida saludables para el ser humano y el planeta, y que son conservadas por muchos abuelos que han resistido el embate del neocolonialismo.
Y también para abril de este año está previsto el inicio de la construcción del primer tramo del megaproyecto llamado Tren Maya, que va de Palenque, Chiapas a Escárcega en el estado de Campeche; y con él la generación de 80 mil empleos temporales que pretendidamente reactivarán la economía de la región después de la pandemia. El Proyecto integral de reordenamiento territorial, infraestructura, crecimiento económico y turismo sostenible, como se llama oficialmente, es un emblema del Gobierno Federal de la autodenominada cuarta transformación que, de acuerdo con el Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur) “conectará las principales ciudades y circuitos turísticos de la región para integrar territorios de gran riqueza natural y cultural al desarrollo turístico, ambiental y social en la región”.
Este proyecto cuyo rostro más visible es el tren, conlleva la fundación de nuevos centros urbanos para miles de personas y la consolidación del turismo en el sur de Quintana Roo, con Bacalar como eje articulador; se trata de un proyecto con un enorme impacto para el ya degradado medio ambiente y para la convulsionada sociedad. Un proyecto capitalista de beneficio para los grandes inversionistas en el que el pueblo maya tendrá seguramente el mismo desastroso destino que los trabajadores de Cancún y la Riviera Maya viven hoy, desamparados sin ningún tipo de seguridad social y acorralados por el crimen organizado y la descomposición social.
El Tren se impone violentando los derechos de libre determinación de los pueblos originarios, sin presentar estudios ambientales y de impacto social y desoyendo a la población maya que legítimamente defiende sus tierras y territorios. Fonatur afirma que “el Tren generará empleos, detonará la economía de la región y desarrollará infraestructura con servicios básicos para mejorar la calidad de vida de los habitantes”, también señala que el proyecto cuenta con el respaldo y la colaboración de ONU-Habitat quienes diseñarán junto con las comunidades los planes de desarrollo regional con un enfoque incluyente y sustentable.
El presidente dictó: “Esta obra
requiere hoy más que nunca, la apertura de caminos, la construcción de
ferrocarriles, muelles y otra multitud de trabajos materiales, así como de
providencias administrativas que apresuren la población de aquellas regiones,
atrayendo elementos sanos y laboriosos que los colonicen para asegurar su futuro
sosiego, y procurando en esa población exótica se funda poco a poco la
indígena…”. No se trata de un decreto del presidente López Obrador sino de
Porfirio Díaz al crear el Territorio Federal de Quintana Roo en 1902, pero bien
podrían ser palabras del Ejecutivo en turno. El objetivo es de nuevo, la
colonización y la explotación de los bienes del pueblo maya.
Cuentan las abuelas de los pueblos mayas de Quintana Roo que vivieron su juventud con abundancia y riqueza; sus padres y abuelos trabajaban en las milpas y nunca faltaba alimentos, tampoco en los años de sequía cuando las cosechas se perdían: sabían leer el tiempo. En una milpa se cultivaba maíz, frijol, hibes, jitomates, calabazas, chiles, camotes, jícamas, yuca, lentejas y otros tantos tubérculos, y en los solares de las casas un sinfín de árboles frutales, plantas alimenticias y medicinales; además de la cría de animales de la que se ocupaban en gran medida los niños y las niñas. La cosecha satisfacía las necesidades de alimentación y una parte se vendía en los mercados de los pueblos cercanos, alcanzaba para comprar telas e insumos para bordar los coloridos hipiles que las mujeres portaban y los finos trajes que los hombres vestían. Era común mirar a las mujeres ataviadas con cadenas de oro y lujosos aretes de filigrana y a los hombres con sus trajes y sombreros finamente elaborados. Indumentaria con un alto simbolismo espiritual. Las celebraciones eran motivo para honrar la vida comunitaria en los rituales en donde la comida, la música y los rezos siempre estaban presentes. Una vida de abundancia que contrasta con la vida actual en los pueblos mayas, cada vez más empobrecidos y explotados.
La educación se desarrollaba en la milpa, que era el espacio de trabajo, de ritualidad, de socialización y de aprendizaje de la niñez y las juventudes guiadas por los abuelos en el amor por la tierra, por las semillas y el sentido de comunidad.
Cuentan las abuelas que la miseria inició cuando llegó la escuela; los maestros enseñaron que la milpa es de gente pobre y que para salir adelante y superarse era necesario estudiar y así tener la oportunidad de encontrar un buen trabajo. Y ese buen trabajo que el sistema ofrece al maya es hoy, si bien le va, en la oficina de un gran hotel de firma española. Para la mayoría es un empleo esclavizante, en el que se intercambia una sonrisa ensayada por una generosa propina que representan los principales ingresos económicos de la mayoría de los trabajadores del sector. Una miserable propina.
¿En qué momento se abandonó la milpa y el servicio a la tierra?
¿Cuándo finalizó la vida autónoma y autosuficiente, y comenzó la servidumbre a las empresas turísticas que explotan, depredan y condenan a muerte a la cultura maya?
¿Cómo se permitió que la vida dependa de una propina y no de las bondades de la tierra?
¿Cuánto tomará reconocer que la vida está ligada a la tierra y no a las empresas?
¿Seremos capaces de recuperar la soberanía alimentaria y con ella la autonomía?
Nos enfrentamos a reflexiones que cuestionan el futuro del pueblo maya. Necesitamos recordar y valorar la vida en la milpa; hay quienes de pequeños aprendieron el trabajo de la tierra, habrá que retomarlo; o tocará aprender el trabajo del campo a quienes desde la niñez dedicaron el tiempo a la escuela y hoy con título universitario están en situación de desempleo.
Imagen de portada: Estampilla conmemorativa aniversario de Cancún. Servicio Postal Mexicano 2020