Un texto de Emily Wakild
Como saben todos los mexicanos, el presidente Lázaro Cárdenas nacionalizó la industria petrolera. El 18 de marzo de 1938, leyó el decreto en la radio y a fecha se convirtió en un sinónimo de independencia económica y orgullo revolucionario. Pero al día siguiente, Cárdenas tuvo un gesto mucho menos espectacular, que reveló otro lado igualmente importante de su presidencia. Se levantó temprano, reunió a su esposa e hijos y a algunos amigos y se fue manejando hasta el Parque Nacional Nevado de Toluca. Cárdenas mismo había ordenado la creación del Parque dos años antes, y su estancia ahí recalcó la importancia que daba a los recursos naturales, incluyendo al petróleo, pero mucho más allá de los hidrocarburos. Después de un día de picnic con su familia y de nadar en los lagos alpinos, de hacer excursiones por el bosque, Cárdenas volvió a la ciudad, recuperado de la carrera contra las petroleras internacionales y listo para encarar a la nación y al mundo. Hoy, Pemex ha cambiado mucho su espíritu, y no siempre para bien. Es fundamental evitar que los parques nacionales y las áreas naturales protegidas que se fundaron con el cardenismo, pero que se han ampliado y mejorado desde entonces, corran la misma suerte.
Aunque pocos los reconozcan hoy, México creó cuarenta parques nacionales durante las últimas etapas de la primera revolución social del siglo XX. Casi todos a una o dos horas de viaje desde la ciudad de México, los parques protegían los bosques de pino, encino y oyamel y se traslapaban con viejas comunidades en el altiplano volcánico. Para 1940, los parques nacionales agrupaban más de 827 mil hectáreas en cuarenta estados y, lo que más sorprende a muchos, México era el líder mundial por número de parques nacionales.
Los primeros parques de México fueron consecuencia natural de las afinidades revolucionarias por la justicia social y por la ciencia racional. Por un breve lapso de tiempo, de 1935 a 1940, más o menos, el gobierno trató de combinar la protección de la naturaleza con la justicia social, en una forma que pocas veces se ha visto en otros tiempos o lugares. Ingenieros forestales bien formados establecieron parques en los lugares que consideraron más importantes para restaurar los bosques en torno a la capital de la nación, proteger las cuencas hidráulicas para la agricultura y conservar los sitios emblemáticos del país.
Al mismo tiempo, la población rural siguió habitando estos paisajes y usándolos para una amplia gama de actividades, desde la agricultura hasta la producción de carbón. Como la revolución había hecho suya la máxima zapatista de que “la tierra es de quien la trabaja”, expulsar a los residentes de esas tierras o restringir completamente sus actividades era políticamente imposible. La simpatía por la gente rural rebajó los planes de los científicos conservacionistas, pero al mismo tiempo, la preocupación ante la rápida degradación del medio ambiente permitió a los defensores del mundo natural incidir con fuerza en las políticas nacionales. Más que ninguna otra de las reformas cardenistas, la administración de los parques promovió un estilo que ofreció una apropiación cultural común de la naturaleza y una visión sobre cómo los humanos podrían vivir sin dañar el entorno natural.
Las circunstancias únicas que se dieron en México a mediados de los años 1930 ayudaron a redefinir el significado de los parques nacionales. El gobierno tomó prestado un “machote” extranjero que excluía a los residentes locales, y lo reformuló para adecuarlo al esfuerzo del país para mejorar la inclusión y la igualdad. La inclusión de los viejos residentes en la planeación de los parques ha sido explicada como un fenómeno reciente, construido al alimón con ambientalistas de Estados Unidos, y que provocó una mayor consciencia sobre la pérdida de selvas tropicales y de la biodiversidad. Este discurso otorga el crédito por la mayor consciencia ambiental que hay hoy en día al movimiento ambientalista de los años setenta en Estados Unidos, y hace de los blancos, ricos y urbanos de ese tiempo los primeros protagonistas en la lucha por “salvar al planeta”.
En realidad, reconocer el esfuerzo de los revolucionarios mexicanos que insistieron en que sus programas sociales tuvieran una cara ambiental pone en cuestión estas interpretaciones extranjeras. La versión mexicana del ambientalismo que surgió mucho tiempo antes de los años setenta debería ser vista como una génesis doméstica de ideas que promovieron el manejo sustentable y cuidadoso de los recursos naturales.
La voluntad de los servidores públicos para tomar decisiones difíciles, como limitar los usos extractivos en ciertas áreas o negar los proyectos de infraestructura en otros, resuena en los dilemas que hoy mismo enfrentan los parques nacionales y otras áreas naturales protegidas. La rapidez con la que estos compromisos se abandonaron en el país también sirve de advertencia.
La herencia institucional y las tradiciones de un país son vitales para lograr que la conservación sea efectiva. La cultura nacional ofrece la clave para los proyectos de conservación sustentable porque la conservación privada apenas puede ser un catalizador que queda sujeto a las regulaciones gubernamentales y de los cambios culturales. Si la humanidad quiere proteger lo que aún le queda del mundo natural, debe apoyarse en el trabajo de los gobiernos y el apoyo de los ciudadanos. Si tata Lázaro viviera hoy, estaría orgulloso de cuántos de sus parques se mantienen hoy, y preocupado por las amenazas que se ciernen sobre ellos.
Con este texto de la historiadora Emily Wakild queremos sumarnos a los festejos por los 15 años de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas. La doctora Wakild es autora del libro Revolutionary Parks: Conservation, Social Justice, and Mexico’s National Parks: 1910-1940, que pronto estará editándose en español. Una versión en inglés del texto puede leerse aquí (An English version of the text can be found in this link).